Rincones de BCN

El «Bosc de les Fades», magia, sueños y entretenimiento en un café único

Es un ‘clásico’ de Barcelona, que hace ya tiempo que funciona en la capital catalana: situado en la parte de abajo de las Ramblas, muy cerca o bastante de la estatua de Colón y, sobre todo, del Museo de la Cera. Su entrada no es particularmente fácil, pero tampoco excesivamente complicada: a través de un pequeño pasaje y torciendo a la derecha. Se encuentra en el Pasaje de la Banca, número 7. La visita, sin duda, merece la pena. Nosotros la hicimos en un día lluvioso, de algo de frío, anocheciendo, en fin de semana y por la tarde. Condiciones climáticas, pensamos, perfectas para meterse en este rincón de la ciudad catalogado como «café».

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Hacía tiempo que no veníamos, pero sigue fiel a su esencia: una especie de bosque encantado, recreado en el interior de un local, lleno de vegetación, alguna que otra cascada, hadas, magia, misterio… Interpela o retrotrae a la infancia o adolescencia de cada uno, a los cuentos de brujas, enanitos, hadas, caballeros, personajes místicos… Amplio en espacio, cuenta con distintas zonas y pequeños rincones, habituales para parejas. De hecho, es de esto, parejas, de lo que más abunda, pero también hay grupos de amigos, adolescentes o turistas. De estos últimos, tampoco demasiados; cosa que sorprende, atendiendo a la particularidad de este café y su personalidad tan marcada y entrañable.

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Pedimos, en nuestro caso y acordes a la esencia del establecimeinto, un café y un té. Bastante buenos y a un precio, a tenor de la particularidad de «El Bosc de les Fades«, razonable. Otros clientes pedían cervezas, así como algo para picar. Y es que, aunque a nuetro entender, es más un café que otra cosa, por horario también podría encajar con un bar aunque un pelín ‘sui generis’. De hecho, abren mayoritariamente entre las 10 h de la mañana y la 01.30 h de la madrugada (los fines de semana suben la persiana a las 11 h).

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Disfrutamos de ese rato, conseguimos mesa (cosa que no siempre es fácil) y dimos una vuelta por sus distintas estancias. Nos percatamos, precisamente, de una pequeña cascada en un rincón y nos sorprendió agradablemente poder escuchar, cada cierto tiempo, el ruido recreado de la lluvia, un búho o grillos. Con esos sonidos, nos transportaron a lo que pretendían -y consiguieron-: un bosque de hadas encantado. Y encantador.


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