Ya hace muchos días y semanas que las ocho de la tarde se ha convertido en una hora especial. Una hora consensuada más o menos de forma espontánea entre la ciudadanía para mostrar de forma muy explícita el reconocimiento y agradecmiento de la población hacia todos aquellos que están haciendo frente a la pandemia en primera línea. Puede que el colectivo más señalado -y de forma muy merecida- por dicho gesto y muestra colectiva sean los sanitarios -desgraciadamente, muy afectados por los contagios y que debería derivar a posteriori en un análisis exhaustivo y crítico, ya que es el peor o más perjudicado de entre los muchos países que le hacen frente- pero los grupos de trabajadores y población más expuestos incluyen también a los distintos cuerpos de seguridad, repartidores a domicilio, reponedores, trabajadores de supermercados, cajeros, personal de limpieza, de residencias… Todos aquellos que están haciendo posible la vida confinados y permitiendo que la famosa y temida curva, poco a poco -probablemente a una velocidad más lenta de lo deseado por lo que ello supone en número de contagios y fallecidos- se vaya aplanando.
Muchas han sido las iniciativas que han surgido precisamente coincidiendo con esa hora, las ocho, para darle ese valor, carga y significado pero también como momento de descompresión, liberación, de comunión, conexión e incluso comunicación – a un nivel muy básico, instintivo y emocional- desde las distintas ventanas, balcones, patios, azoteas… Decenas de personas se han expresado de muy diversas formas. La mayoría con gran honestidad, respeto pero también esperanza, ilusión y alegría -ésta, entendida como una celebración de la vida y de la lucha, férrea, tenaz y constante por ella-. Muchos han sido los medios que han cubierto precisamente todo este tipo de propuestas haciéndonos llegar dimensiones y vertientes de vecinos más o menos cercanos que de otro modo hacía tiempo que no veíamos. No abundaban o solo quedaban reservadas para los círculos más íntimos. Esta pandemia ha servido para sacar a relucir las partes más humanas, generosas; bellas expresiones, genuinas, de bondad.
En Barcelona, por poner un ejemplo, un día de estos cualquiera y sobre ese instante tan señalado y que se extiende hasta casi media hora, subir a la azotea nos hace descubrir un mundo surgido para el ahora, que no existía -y que esperemos desaparezca más o menos rápido, por lo que ello supondría de superación de la pandemia-. Un vecino, a un par de manzanas toca el saxo mientras en el edificio de enfrente, una pareja, él de larga barba, pantalón corto y sudadera, se levanta, gorra en la cabeza, para disfrutar de los acordes. Algo más lejos, difícil saber de donde sale esa música, otro vecino pone ópera a todo trapo. Pone los pelos de punta. Impresiona, emociona. Dos chicas, en otra azotea, aprovechan para hacer algo de ejercicio y no paran de dar vueltas. No muy lejos, un adolescente, se intuye que repleto de energía que grita por salir, salta a la cuerda, hace abdominales, flexiones… No para hasta calmar algo los músculos y el espíritu.
Los aplausos, emotivos, vibrantes, han sido excepcionales. Poco después, el sol, progresivamente va escondiéndose y dejando paso a la oscuridad mientras muchos de esos vecinos, casi de a uno, se han ido retirando de tan encomiable muestra de solidaridad y lucha. Vuelven al confinamiento, a sus preocupaciones. Pero, mañana, a las ocho, llegará un nuevo turno para otra dosis de perseverancia y optimismo para seguir en la brecha contra este coronavirus que tanto dolor y estragos ha causado en tan poco tiempo. Paréntesis enorme que se alarga y que nos hace vivir en una extraña burbuja de irrealidad (o peor, una irrealidad tristemente demasiado real). //
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