El periplo por Asturias nos llevó como segundo destino a la capital, una cuidad muy distinta de Gijón, interior, a apenas varias decenas de kilómetros pero con un aspecto bastante distinto. El título, por cierto, para este artículo está cogido del eslogan promocionado por su ayuntamiento, que hace referencia a sus dimensiones, ideales para la vida en una ciudad: ni grande ni pequeña y que ha dado pie a una expresión particular, propia de allí, «atopadiza, lugar en el que se está a gusto».
Nosotros dejamos el coche y nos dimos una vuelta, previo paso por el hotel y previa pregunta sobre qué nos recomendaban ver. La respuesta se centró sobre todo en el casco histórico. Y, por supuesto, hicimos caso. A los pocos metros, destacaba de forma abrumadora la Catedral de El Salvador: imponente y preciosa. Recargada pero no exagerada.

Su principal y única torre se dejaba ver entre los tejados conforme nos acercábamos a sus inmediaciones. Las ganas y las expectativas crecían y la catedral no defraudó. De hecho deambulamos tanto ese día como algún otro a horas dispares por sus cercanías y pudimos disfrutar de ella, de sus vistas bañada por luces casi antagónicas. Con unas y con otras, nos encantó. Se empezó a construir en el siglo IX aunque no se terminó hasta prácticamente el XV, periodo del que es buena parte de la basílica. De ahí, de todo ese tiempo,que mezcle varios estilos aunque predomina el gótico flamígero.
Cerca -es recomendable darse una vuelta con calma- llaman también mucho la atención varios edificios públicos como el del Ayuntamiento, la Plaza de Alfonso II el Casto o la Plaza del Fontán; construída esta última donde antes había una laguna, que se desecó, y que desde el siglo XVIII -pero también antes- alberga mercado varios días a la semana. Toda la zona tiene fuerza y tanto allí como en otros puntos de Oviedo vale la pena detenerse a observar el centenar de esculturas colocadas en la vía pública. Algunas, muchas, de bella factura.

Alejándonos un poco, el panorama cambia sensiblemente y se llena de comercios y de arterias que invitan a caminar. Mucha gente llena sus calles cuando el tiempo acompaña. La calle Uría, una de las principales conecta la parte histórica con la estación de tren. De dicha conexión viene una de las acepciones por la que se conoce a los ovetenses, también conocidos popularmente como ‘carbayones’ en alusión a un gran y antiguo roble (carbayón) que tuvo que talarse en el siglo XVIII, con mucha polémica y debate ciudadano, para facilitar la comunicación viaria con la estación ferroviaria.
Carbayón, por cierto, da también nombre a uno de los dulces más conocidos de la ciudad, hecho a base de pasta de almendras y hojaldre y bañada con yema y azúcar. Las probamos y damos fe de su delicioso sabor.

Otro edificio llamativo es el del Teatro Campoamor, que data de finales del siglo XIX y que al atardecer y durante la noche ilumina su fachada de forma delicada. Es el teatro lírico por antonomasia de Asturias. Recomendado por cualquiera conocedor de la ciudad. También dentro de la cultura, interesante la presencia de la ciudad en la producción literaria. Sirvió por ejemplo de escenario para una de las novelas españolas más importantes del siglo XIX: «La Regenta», de Leopoldo Alas ‘Clarín’, con Oviedo como «Vetusta». Otra aproximación, histórica y en el terreno de la ficción, complementaria.
Y la visita, por supuesto, no podía acabar sin hacer una entretenida visita a la zona de sidrerías, en la calle Gascona, nombre en homenaje a los mercaderes y peregrinos que antaño se asentaron en esa zona de la ciudad procedentes de la antigua provincia francesa de la Gascuña. Hoy, en dicha calle, se concentran más de una decena de sidrerías. Por cierto, como ellos advierten y puntualizan, la sidra es un producto que para ellos va mucho más allá solo de la tradición: es un símbolo, que debe servirse escanciándose, de entre cuatro y seis grados de alcohol y que es diurético. ¡Y qué buena que sabe!
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