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Timanfaya, el gran parque volcánico de Lanzarote

Es el gran destino de la isla, el que nadie debería perderse. Es el único español de estas características, esencialmente geológico y resultado de las erupciones vividas durante los siglos XVIII y XIX (1720, 1736 y 1824), todavía muy presentes. Una de ellas, la de 1730 se extendió durante seis años. El Parque Nacional de Timanfaya, al que se accede por la carretera LZ-59, entre los pueblos de Tinajo y Yaiza, cuenta con un centro gratuito de interpretación que vale bastante la pena, previo acceso estrictamente al Parque. Allí puede seguirse un amplio repaso por lo que representa aquel espacio natural, la formación y/o tipos de volcanes, su impacto, etc. Ofrecen, además, piezas audiovisuales de extensiones comedidas que permiten una mejor comprensión de todo lo que allí aconteció y que en parte sigue bastante vivo.

Hecha, por la tanto, la visita introductoria a lo que sería más tarde el Parque de Timanfaya, nos encaminamos a él ya con la entrada en la mano (que habíamos adquirido en un pack en la Cueva de los Verdes) y que nos pidieron y revisaron desde el mismo vehículo en la carretera, en una intersección cercana. También, por acumulación de tráfico y eso que no era tarde, nos quedamos haciendo cola hasta poder acceder al aparcamiento durante cerca de unos treinta minutos. Hay que decir que la visita a la parte más atractiva del parque, por cuestiones de preservación y también seguridad, se hace en lo que ellos llaman una «guagua» y que a la postre es un autobús de ciertas dimensiones, que hace paradas para poder observar el paisaje volcánico pero que no permite poner pie en tierra. Una pena -aunque comprensible y respetable-, porque habría sido interesante poder descender aunque fuera a puntos muy controlados. El recorrido en autobús dura algo menos de tres cuartos de hora.

De vuelta ya en el punto de origen y sorprendidos por el llamativo y espectacular paisaje volcánico de Timanfaya, asistimos a varias demostraciones que evidenciaban las altas temperaturas todavía presentes a pocos metros de profundidad bajo nuestros pies. Aderezamos aquella visita con una ligera comida en el restaurante típico, «El Diablo», y pedimos precisamente un postre que rendía homenaje a la naturaleza volcánica que nos rodeaba.

Una vez en el coche, hicmos una decena de kilómetros para detenernos en una pista que nos recomendaron y que era transitable a pie o en bicicleta, para recorrer un relativamente largo camino (nos pasamos cerca de tres horas, aunque tampoco es que fuéramos a gran velocidad) para subir a lo alto de la Caldera del Corazoncillo: un cráter de un diámetro enorme, al que nos costó subir pero que, desde arriba, impresionaba. Con paredes pronunciadas a banda y banda y con ráfagas de viento de cierta fuerza, la situación infundía cierto respeto. Las vistas, en cualquier caso y pese a la tensión, merecieron bastante la pena. Regresamos de noche, iluminándonos con el móvil y habiendo vivido una bonita aventura durante aquella jornada.

Por cierto, para los amantes de las leyendas, hay una para el «Diablo» de Timanfaya, que remite a los volcanes y a una pareja el día de su boda, cuando una enorme piedra escupida por el volcán durante la erupción de 1730 cayó sobre la prometida. El futuro marido, ayudado de una forja de cinco puntas trató de liberarla pero ya era demasiado tarde. Enloquecido por lo sucedido, con la forja todavía entre las manos desapareció entre la lava y las erupciones mientras la gente se lamentaba y decía: «Pobre diablo».


(Más contenidos en nuestros perfiles en redes sociales: @evrevista)

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