Cascais, situada a unos treinta kilómetros de Lisboa, es coqueta, agradable, amable, pensada en buena medida para los visitantes. El turismo se nota que se ha convertido en una de su grandes fuentes de ingresos pero tampoco renuncia a su pasado y naturaleza como puerto marítimo.
(A continuación reproducimos un extracto del artículo publicado en el número 08 de «EV»).
» La playa, a la que se llega en una caminata de apenas diez minutos, es pequeña y en verano, está rebosante de gente. Pasada esa primera línea, el horizonte se llena de barcas, muchas de reducidas dimensiones, recordando y poniendo de manifiesto precisamente que mantiene su esencia como lugar de pesca. Al fondo del paseo destaca su Ciudadela, con unas vistas espectaculares desde una de sus torres y que en su interior alberga espacios artísticos que conviven con alojamientos de categoría.
El viaje empieza por Cascais, donde al poco de salir de la estación uno ya se encuentra de lleno en su centro de compras y restauración, con locales y comercios de todo tipo y perfectamente adaptados a las necesidades o requisitos del viajero. Un café en cualquiera de sus establecimientos es una buena forma de espabilarse para una jornada, tanto en esta localidad como en Estoril, agradable y llena de estímulos. En Cascais el recorrido por esta zona de la ciudad lleva de forma casi natural, intuitiva y muy lógica hacia su playa. Una playa y un pueblo que originariamente era sobre todo de pescadores y que aún sigue manteniendo, pese a muchas de sus modificaciones a resultas de convertirse en un destino turístico de costa de gran importancia.
Su historia, en cualquier caso, se remonta al Neolítico, época de la que ya hay documentación de asentamientos en esta parte de la geografía de Portugal, como atestigua una excavación y pequeño espacio museístico en la misma oficina de turismo. En el siglo XII fue conquistada a los árabes por Dom Alfonso Henriques y anexionada a ese primer reino luso. Varios siglos después este pueblo vería con estupor y preocupación el desembarco de las tropas del duque de Alba que haría tomar pie a sus soldados para desde aquí dirigirse a la cercana Lisboa y acabar por anexionarla a los territorios de Felipe II. Varios siglos después y ya como parte del reino independiente de Portugal, Cascais sería otra de las muchas víctimas de los terribles destrozos ocasionados por el terremoto de 1755, que también tuvo un tremendo impacto sobre la capital, Lisboa, y muy especialmente sobre su centro urbano, agravado después por un devastador incendio.
En Cascais hoy sus cuidadas calles y plazas no evidencian en ningún caso los estragos de aquel triste episodio muy recordado de su historia. Todo presenta un aspecto muy digno, bello incluso, entre sus callejuelas laberínticas, de casas bajas y predilección por el blanco y tonalidades suaves. De entre los edificios o monumentos a subrayar -y antes de entrar en su Ciudadela, llamativa y dominante al final del paseo marítimo-, cabe destacar dos iglesias: la primera es la de “Nossa Senhora da Assunçao”, original del siglo XVII y reconstruida a comienzos del XX, que vale la pena visitar por sus azulejos y rica decoración interior. La otra es la Iglesia de “Nossa Senhora dos Navegantes”, ubicada ya muy cerca de la playa, modesta, también del siglo XVII, de estilo barroco y de planta octogonal.
Una vez en el paseo, de frente, se encuentra la playa, de modestas dimensiones aunque muy llena de vida; gente abundante que disfruta del buen tiempo, algo más templado y moderado que el de Lisboa, donde convergen las fuerzas del Tajo con las del Atlántico. En Cascais, el horizonte está lleno de embarcaciones; muchas, de pequeñas dimensiones, pesqueras, poniendo de relieve el todavía presente carácter marinero de esta población de cerca de 35.000 habitantes. A lo lejos –aunque no tanto, es un paseo de unos diez minutos- destaca la Ciudadela, una fortaleza imponente, visitable, que en su momento representaba el primer punto defensivo dentro de la cadena de construcciones erigidas por Portugal a lo largo de la costa y cerca de Lisboa para protegerse de cualquier posible ataque, habitual durante buena parte de su historia. Domina toda esta zona de costa y preserva algunos de los muros erigidos en su momento por el rey Dom Joao II durante las primeras décadas del siglo XVI.
La portada de acceso, de estilo italiano, es monumental. Puede visitarse tanto el interior de la fortaleza como una de sus torres. Desde una de ellas, la más próxima al paseo y al mar, se goza de unas vistas amplias sobre el conjunto de esta zona y de esta parte de la costa. De entre sus niveles y estancias cabe subrayar especialmente las primeras, sobre las que todavía se está trabajando pero que permiten recrear los años de máxima actividad de este recinto defensivo. Hoy en el interior de la fortaleza conviven espacios artísticos y galerías con alojamientos turísticos de categoría.
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