La «apatía existencial», aseguraba Viktor Frankl, era y es hoy uno de los grandes problemas de las sociedades actuales. Él vivió ese estado junto a muchos compañeros en unas condiciones de vida difícilmente soportables en régimen de semi-esclavitud trabajando en el acondicionamiento del ferrocarril para empresas germanas durante los tres años que vivió en cuatro campos de concentración –Auschwitz, entre ellos-. Allí perdió a la familia (padres) pero también mujer, que además estaba embarazada. Circunstancias que habrían podido con el ánimo y la esperanza de cualquiera pero no con el suyo. Psquiatra y neurólogo, al salir del los campos, al ser liberado, se dedicó a poner por escrito todo lo que había visto. Y no lo hizo como ejercicio autobiográfico sino que lo hizo con un enfoque profesional tratando de comprender e interpretar cómo un prisionero pasaba por toda aquella experiencia y cómo afectaba a su psicología individual. El resultado fue el libro «El hombre en busca de sentido«: una obra considerada por muchos como trabajo cumbre y Patrimonio Intelectual de la Humanidad. En él, Frankl, como idea central sostiene que el hombre siempre, incluso en las peores condiciones, elige cómo interpreta las circunstancias que le toca vivir y esa es una libertad, un derecho, que nadie le puede tocar. Es individual y en última instancia es lo que determina el sentido que cada uno otorga a su existencia.
En el número 02 de «EV, entrevistas (y más) para lectores curiosos» hacemos un artículo sobre esta obra citada por numerosos profesionales del campo de la psicología. Aquí reproducimos uno de los fragmentos:
«José Benigno, profesor de Psicología de la Personalidad de la Universidad de Navarra, afirma en el prólogo a esta obra que ‘El hombre en busca de sentido’ “merece ser incluido en el catálogo de las obras clásicas que componen el patrimonio intelectual de la humanidad”. Toda una declaración de intenciones que da la medida del valor y trascendencia de este trabajo escrito al poco tiempo de ser liberado (1946) y que adquiere mayor carga al descubrir algunos aspectos de aquella experiencia como la separación de los padres o de su mujer, para más inri, embarazada entonces.
Ninguno consiguió superar la arbitrariedad y sinsentido de los campos. Su madre, Tilly, murió en Birkenau al no pasar la selección pocos días después de otorgarle a su hijo la bendición en el campo de Theresienstadt. En éste, su padre había muerto, a los 81 años y “desnutrido”, de edema pulmonar. La mujer -lo supo tras sobrevivir a varios años de cautiverio y cuatro campos- tampoco volvió a casa. Viktor Frankl fue liberado el 27 de abril de 1945. Emprendió el viaje de regreso en un escenario desolador, sin familia y casi ni amigos ni conocidos, sin trabajo ni hogar. Volvió a Viena donde consiguió encontrar trabajo de neurólogo; era provisional pero le permitía pagar el alquiler de una habitación. Fue en esa habitación y en ese trabajoso y complejo reinicio existencial donde escribió el libro “Un psicólogo en un campo de concentración”.
¿Fue catártico? Probablemente así lo fuera como punto de partida, esfuerzo titánico para digerir, interiorizar, un cúmulo de atrocidades ocurridas ante sus ojos y de las que pudo salvarse en ocasiones por azar y otras, por intuición. En el libro Viktor Frankl asegura que su objetivo era responder a una pregunta central: “¿Cómo afectaba el día a día en un campo de concentración en la mente, la psicología, del prisionero medio?”
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