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Cracovia y la leyenda del dragón Smok

Es una de las grandes y principales ciudades de Polonia -compite e incluso puede que supere a Varsovia, la capital, como destino turístico-. No en vano, cuenta con algunos de los conjuntos arquitectónicos más importantes del país. Es ideal para una escapada de dos a tres días como mínimo, si se incluyen en el programa visitas a las minas de sal de Wieliczka y al campo de Auschwitz-Birkenau. Ambas, sobra decirlo, de muy distinta naturaleza.

Nuestro viaje empezó con un free tour -muy recomendable, ameno y entretenido-, que nos permitió una aproximación a la ciudad de la mano de un guía con experiencia en dicha urbe y que, por ejemplo, nos informó sobre la importancia en el país de Juan Pablo II (el aeropuerto internacional de Cracovia lleva su nombre) o sobre la gran afición por el fútbol, que aúpa a los cielos también al ariete del Barça y ex del Bayern de Múnic y Borussia Dortmund, Robert Lewandowsky: casi una leyenda y gran ídolo de masas. Aquella ruta, de un par de horas, nos permitó dar una amplia vuelta, que empezó por la zona de la colina de Wawel, donde se sitúa en lo alto, el Castillo y Catedral del mismo nombre. Y, pasando por la plaza del Mercado -una de las más grandes e importantes de esa parte de Europa-, acabó en la única puerta medieval que todavía se mantiene en pie y que data de 1300. Por entonces había ocho, que protegían el perímetro amurallado de Cracovia.

Hecha esa primera introducción, tocaba desandar el camino para, esta vez, reseguir nuestros pasos de forma más detenida. Circunstancia que tampoco fue pesada, ya que toda la zona antigua, donde se concentran los principales edificios y lugares más populares, se cubren en una media hora a pie. Nos fuimos, desde la Puerta y cruzando nuevamente la plaza, hasta la colina, en el otro extremo para, una vez arriba -con unas muy buenas vistas sobre el río Vístula-, tratar de visitar el Castillo y la Catedral -esta última, de estilo ecléctico, suma de barroco, renacentista y algunos más, y de dimensiones exteriores contenidas aunque sí muy potente por dentro-. De la Catedral, destacan varias capillas, la enorme campana Segismunda -visitable, previa subida de unas cuantas decenas de escalones pero que impresiona- y las criptas reales.

Al lado, puede visitarse el Castillo -que cuenta con varios tipos de ticket (nosotros cogimos el de los «Aposentos Reales»)- que permite, entre otras cosas, hacerse una idea de cómo vivía la monarquía hasta el siglo XVI: algunas de las salas, mobiliario o tapices antiguos son espectaculares. Increíble muestra: elegante, suntuosa e, incluso en algunos casos, apabullante.

La primera construcción en esta parte de Cracovia y destinada a la realeza data del siglo XI, un edificio más sobrio, sencillo, que ocupó el rey Boleslao I el Bravo, y que posteriormente se amplió en estilo gótico. Un incendio en 1499 obligó restaurarlo, en estilo renacentista, esta vez por encargo del rey Segismundo Jagellón I. En el siglo XVI la capitalidad pasó a Varsovia, aunque en esta parte de Cracovia se siguieron realizando actos de alto copete durante varias décadas más.

El escenario cambió durante los siglos XVI a XVIII con los saqueos de suecos y prusianos y la ocupación austríaca del XIX. Tras la I Guerra Mundial y la reunificación de Polonia (que había sido ocupada y repartida entre varias potencias durante cerca de 150 años) pasó a ser residencia del presidente del país. Durante la Segunda Guerra Mundial el ejército alemán colocó en esta zona de Cracovia los cuarteles generales del gobernador, Hans Frank (justo al lado del Castillo y de la Catedral, según explicó el guía y aparece recogido en la información sobre la ciudad).

Fue, por lo tanto, una zona de gran importancia para el país, que guarda también una leyenda algo tenebrosa pero de gran personalidad y que tiene versiones parecidas en distintos puntos de Europa: la del dragón Smok, que vivía en una gruta, a la que se accede desde lo alto, en la zona suroeste, y que permite bajar hasta orillas del río Vístula. Allí se encuentra una peculiar y, más o menos simpática, figura de un dragón que hace las delicias de los más pequeños y que escupe fuego de forma más o menos repetida y regular. No hace falta esperar mucho para ver tan curioso espectáculo (y sobre el cual tampoco hay que exagerar).

La leyenda, en cualquier caso, sí tiene su gracia: cuenta que había un dragón, durante el reinado del príncipe Krak, que se escondía en una gruta bajo la colina -en el punto hoy visitable y muy cerca de la escultura- que atemorizaba a la población y que tenía debilidad por las chicas vírgenes y hermosas. El príncipe temía por su hija Wanda y de ahí que prometiera casarla con aquel que consiguiera acabar con la vida del dragón. Muchos fueron los que lo intentaron y también muchos los que sucumbieron, hasta que un joven y pobre zapatero ideó un plan: llenó una oveja de azufre y la dejó frente a la gruta. El dragón, al verla, salió y se la comió, y sediento tras el banquete y por la ingesta de azufre acudió al río para saciarse. La combinación con el agua hizo explosión. Y el zapatero, en un cuento redondo y como había prometido el príncipe Krak, acabó casándose con su hija, Wanda.


(En próximos artículos hablaremos sobre la Basílica de Santa María, la Lonja de Paños y el Barrio Judío. También, sobre el campo de Auschwitz-Birkenau y la fábrica de Oskar Schindler. Prepararemos una galería de fotos, como la ya existente de las Minas de Sal).

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